En 1994, la historia de Cascajares comenzó no con un plan de negocio, sino con un acto de fe juvenil. Alfonso Jiménez, con 19 años, y su socio Francisco Iglesias, de 20, invirtieron todo su capital, unas 160.000 a 180.000 pesetas (el equivalente a unos 960 euros), en la cría de capones, un ave de gran tradición culinaria pero de nicho en el mercado de la época. Alfonso, el menor de diez hermanos, fue visto en su familia más como un "loco inconsciente" que como un emprendedor visionario.